En tiempos difíciles, la gente se reconforta con lo conocido. El covid-19 ha trastocado muchas cosas, pero las acciones de empresas tecnológicas en Estados Unidos han mostrado ser invulnerables. El índice Nasdaq ha subido 25% desde inicios del año, con lo que en la última década ha aumentado 400%. Si no fuese por un puñado de gigantes tecnológicas como Apple y Microsoft, el índice S&P 500 estaría a la baja.
Desde el boom de finales de los 90, las tecnológicas no inspiraban tanta euforia. Para los apostadores, la comparación debiera ser aleccionadora: tras alcanzar un pico en marzo del 2000, el Nasdaq perdió 73% de su valor. No obstante, las diferencias económicas entre ambas eras deberían ser más inquietantes que cualquier similitud de mercado.
Ambos booms comparten características. Fueron sostenidos por novatos inversionistas de cartera y plataformas de negociación online. En los 90, los toros salvajes justificaron los altos precios declarando el nacimiento de una nueva economía, edificada sobre computadoras más potentes, sofisticado software e Internet. Hoy, los optimistas citan el potencial de todo, desde la computación en la nube hasta la inteligencia artificial.
A primera vista, el desempeño económico también parece similar. A fines de los 90, el desempleo cayó a 4% y las remuneraciones se dispararon. En vísperas de la pandemia, el desempleo estaba en el nivel más bajo en medio siglo y los salarios subían. Pero en aspectos críticos, los dos episodios son profundamente distintos.
La producción por hora en Estados Unidos creció más de 3% anual en 1998-2000, algo que no se conseguía desde principios de los 70. El incremento de la productividad total de factores –medición de la eficiencia del uso del capital y el trabajo, considerada un aproximado del progreso tecnológico–, aumentó alrededor de 2% anual en 1995-2004, según Robert Gordon, de la Universidad Northwestern. Fue un repunte notorio respecto del 0.5% en 1973-95 y casi igualó la tasa del periodo de fuerte crecimiento (1947-73).
En cambio, la productividad en la década del 2010 fue lastimosa. El incremento de la productividad laboral no supera el 2% desde el 2010, y la productividad total de factores, según data recolectada por John Fernald, de la oficina de la Reserva Federal en San Francisco, ha sido más desalentadora que nunca: solo creció 0.1% anual en 2010-2019.
En los 90, la robusta productividad laboral posibilitó que el alza de salarios no afectase las ganancias corporativas. Aunque el boom de las “dotcom” es recordado por las enormes valorizaciones de firmas emergentes que no eran rentables, las utilidades después de impuestos pasaron de 4.7% del PBI en 1990 a 6.7% del PBI en 1997. En la década del 2010, menguaron como porcentaje del PBI, aunque su nivel era más elevado: pasaron de 10.4% el 2010 a 9.0% el 2019.
Mucho más elocuente es cómo las empresas respondieron a las oportunidades de rentabilidad. Durante los 90, la inversión en equipo informático, software e investigación y desarrollo subió en 1.5 puntos porcentuales del PBI. En la década del 2010, a pesar que el nivel de ganancias fue mayor, solo se elevó en 0.7 puntos porcentuales del PBI.
La euforia que impulsó los precios de las acciones a fines de los 90, aunque irracional en algunos casos, fue paralela a un cambio estructural provocado por la tecnología. Las mejoras en productividad se propagaron por toda la economía, ayudaron a las empresas a optimizar procesos y transformaron industrias clave. Aunque muchas dotcom desaparecieron, la infraestructura digital construida en esa época permaneció.
También perduró buen número de empresas que hoy dominan la escena corporativa. En marzo del 2001, The Economist evaluó sombríamente las perspectivas de Amazon, una minorista que había perdido 90% de su valor de mercado en el crash de las dotcom, señalando que “incluso si tales empresas logran sobrevivir, es improbable que se parezcan al negocio que antes fueron” –retener sus acciones resultó ser una apuesta segura; ahora se negocian a US$ 3,100, un poquito por encima de los menos de US$ 10 el 2001–.
Algunas de las que hoy tienen potencial mostrarán haber sido buenas inversiones. Pero el optimismo en la economía real requiere un poco más de fe, y hay motivos para tenerla. Algunos economistas señalan que la inversión “intangible” –como rediseñar procesos–, que es difícil de medir, absorbe cada vez más energía de las empresas. De ser así, las cifras de inversión y las perspectivas económicas estarían siendo subestimadas.
Tanto la producción por hora como la productividad total se aceleraron el 2019, repunte que podría presagiar una transformación económica. Dado que la pandemia ha restringido la actividad empresarial, esta podría acelerar una reestructuración basada en la tecnología. Quizás esa posibilidad contribuyó al actual boom. Por ahora, las valorizaciones de la tecnología están basadas, en grado mucho mayor que en los 90, en lo que podría ser y no en lo que es. Hay que invertir de acuerdo con eso.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2020