La tributación corporativa es uno de los temas más espinosos de la política económica internacional. La secretaria del Tesoro y expresidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, está ponderando el asunto. El 5 abril, captó la atención de los CEO del mundo con un discurso en el Consejo de Chicago sobre Asuntos Mundiales: pidió a los países consensuar en una tasa mínima de un impuesto global a las grandes empresas.
Tal gravamen, señaló Yellen, ayudaría a “asegurarse que la economía global prospere en un terreno más parejo” y pondría fin a “30 años de carrera hacia el abismo”. Aunque la idea de una tasa mínima eriza los pelos de paraísos fiscales en el Caribe, Europa y otros lugares, muchas otras grandes economías darán la bienvenida al renovado compromiso de Estados Unidos con el multilateralismo tributario.
Durante la última década, la creciente elusión tributaria corporativa se ha topado con mayores críticas. La vertiginosa globalización permitió a las multinacionales reemplazar los temores de la doble tributación con los goces de la no-tributación, pues recurrieron a dichos paraísos para sacarle la vuelta al sistema. Al aprovechar las diferencias de las legislaciones entre países, pueden recortar y hasta hacer desaparecer sus ganancias gravables.
La jugada se hizo más sencilla con el auge de los activos intangibles, que pueden mudarse entre jurisdicciones con más facilidad que edificios o maquinaria. Las grandes tecnológicas han sido grandes beneficiarias: las cinco gigantes de Silicon Valley pagaron US$ 220,000 millones en impuestos en efectivo la década pasada, solo el 16% de sus ganancias acumuladas antes de impuestos.
Muchas conversaciones para resolver el problema se han llevado a cabo con el auspicio de la OCDE, pero el progreso ha sido lento. Frustradas, docenas de países -entre ellos Bélgica, India, Indonesia y Reino Unido- han fijado o propuesto “impuestos a servicios digitales” (ISD) sobre las ventas locales de empresas foráneas vía plataformas online. El Gobierno de Trump estuvo de acuerdo con un impuesto mínimo y promulgó su propia versión con el recorte impositivo del 2017. El de Biden está impulsando nuevas reformas.
Se busca elevar la tasa corporativa federal (revirtiendo parcialmente la rebaja de Trump) de 21% a 28% y aumentar la tasa que grava las ganancias en el exterior de 10.5% a por lo menos 21%, calculada país por país, de modo que cubre a todos los paraísos. Se espera que lo recaudado ayude a financiar un plan de más de US$ 2 millones de millones en infraestructura. Republicanos y lobistas dicen que elevar las tasas mellará la competitividad estadounidense, argumento que se desinflaría si otras grandes economías fijasen una tasa piso.
Pero persiste un rechazo, en particular en miembros de la Unión Europea que gravan poco, como Irlanda, cuya tasa corporativa es 12.5%. Si se fijase un mínimo de 21%, las empresas estadounidenses que operan en ese país -que son muchas- tendrían que pagar una tasa de 8.5% a Washington, más el 12.5% que pagan a Dublín, lo que debilitaría la ventaja irlandesa. Además, la mayoría de países quiere negociaciones en torno a los dos pilares auspiciados por la OCDE. Uno es el impuesto mínimo y el otro es un asunto menos manejable.
Se trata de encontrar una manera mutualmente aceptable de gravar las ganancias de empresas en mercados donde tienen clientes pero no presencia física -como suele ocurrir con Amazon y Facebook-. Yellen ha descartado la propuesta del Gobierno de Trump de permitir que las empresas decidan a qué nuevo sistema impositivo acogerse, lo cual eliminó un gran obstáculo para alcanzar un acuerdo, aunque hay otros.
Muchas empresas a las que apuntan los ISD pagan una considerable porción de sus impuestos al Gobierno estadounidense. Si Yellen quiere un acuerdo, tendrá que estar dispuesta a compartir. Los más optimistas dicen que se consensuará en ambos pilares en junio, muchos lo dudan. Es que tomó años concertar en temas menos complicados como préstamos intraempresa o la canalización de ganancias hacia paraísos fiscales.
Una variable clave es la tasa a la que se fije el impuesto global. Algunos funcionarios piensan que podría ser un poco superior a la tasa irlandesa -no muy distinta de la tasa promedio que pagan las tecnológicas estadounidenses-. Con respecto a la reasignación impositiva, incluso sus defensores aceptan que no podría recaudar más de US$ 10,000 millones adicionales globalmente. La OCDE estima que el traslado de ganancias roba a los gobiernos entre US$ 100,000 millones y US$ 240,000 millones al año.
Entretanto, el Gobierno de Biden sigue exhibiendo músculo, aunque hable con más suavidad que su predecesor. Está presionando con planes de imponer aranceles de hasta 25% a ciertas importaciones de seis países con ISD, entre ellos Reino Unido y Turquía. Quizás sea una táctica para animar a más países a consensuar en la OCDE, que ojalá funcione. La alternativa será un toma y daca en el que los gravámenes nacionales se convertirán en la norma.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021