Por Leonid Bershidski
Una multitud de comentaristas que apoyan al presidente de EE.UU., Donald Trump, ha sugerido que el teniente coronel Alexander Vindman, un experto en Ucrania en el Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés) que se ha convertido en un testigo clave en las investigaciones de juicio político, tiene su lealtad dividida entre EE.UU. y Ucrania. Es verdad que Vindman nació en Ucrania. Sin embargo, este argumento tiene tan poco sentido que tal vez desarmarlo pueda iniciar una discusión más amplia sobre la sospecha persistente de que todos los inmigrantes son ciudadanos desleales en potencia.
Vindman testificó el martes que se había preocupado por la insistencia de Trump en que Ucrania investigara el trabajo de Hunter Biden, el hijo del precandidato presidencial demócrata, Joseph Biden, mientras servía en la junta de la compañía de gas natural ucraniana Burisma. También dijo que el nombre de la compañía había surgido en la conversación de Trump con el presidente ucraniano, Volodymyr Zelenskiy, en julio, aunque no aparecía en la transcripción aproximada de la llamada publicada por la Casa Blanca; tampoco aparecían otros detalles que recordaba.
Luego, los partidarios de Trump atacaron a Vindman con el argumento de que probablemente era leal a Ucrania, no a EE.UU. "Parece muy claro que está muy preocupado por la defensa de Ucrania", dijo Sean Duffy, un exmiembro republicano del Congreso y colaborador de CNN. "No sé si está preocupado por la política estadounidense". El anfitrión de Fox News Brian Kilmeade agregó: "tiende a mostrar simpatía hacia Ucrania". Otra personalidad de Fox News, Laura Ingraham, acusó a Vindman —a quien los ucranianos preguntaron cómo reaccionar a las demandas de investigación de Trump— de "asesorar a Ucrania mientras trabajaba en la Casa Blanca, aparentemente en contra de los intereses del presidente". El abogado de Trump, Rudy Giuliani, tuiteó esta acusación: "¿[U]n empleado del gobierno de EE.UU. que presuntamente ha estado asesorando a dos gobiernos? De razón que está confundido y siente presión".
Las sospechas contra Vindman no se sostienen en muchos niveles, ni siquiera en los más obvios. Que sea un veterano condecorado con el Corazón Púrpura no lo exime de tener una lealtad dividida —casos se han visto—. Tampoco las sospechas de antisemitismo, aunque Vindman es judío; los antisemitas suelen acusar a los judíos de ser leales en últimas a Israel y no a los países a donde han inmigrado.
En cambio, las protestas no concuerdan con la historia de Vindman ni con el contexto político. Nació en Ucrania en 1975, cuando era parte de la Unión Soviética, y su familia se mudó a EE.UU. cuando tenía cuatro años. Vindman creció en un vecindario de Brooklyn conocido como "la pequeña Odesa" o "la pequeña Rusia", una de las pocas áreas de Nueva York donde Trump ganó en las elecciones de 2016. Esta infancia probablemente lo ayudó a aprender ruso, que habla como nativo, pero ese vecindario no es reconocido como un nido de patriotismo ucraniano.
No obstante, más importante aún es que el testimonio de Vindman no le hizo ningún favor al gobierno ucraniano. Zelenskiy necesita una buena relación con EE.UU., y ha hecho todo lo posible por ayudar a Trump con su defensa. Sería el más feliz si el escándalo se olvidara rápidamente. Por esa razón, el testimonio de Vindman perjudica los intereses de Zelenskiy. Esa no parece la actuación de un hombre que, en la jerarquía de sus lealtades, pone a Ucrania por encima de EE.UU.
La reacción antiinmigrante por reflejo de los partidarios del presidente recuerda el ataque de Trump a principios de este año contra los miembros demócratas del Congreso con un historial de inmigración. Dijo que Rashida Tlaib e Ilhan Omar deberían "regresar y ayudar a arreglar los lugares totalmente rotos e infestados de crimen de los que salieron". También recuerda las terribles experiencias de algunos ruso-estadounidenses durante la investigación de Mueller sobre la interferencia en las elecciones de 2016. Esto era notorio cuando se leía en los principales medios acusaciones de que el Kremlin disfrazaba los pagos a su quinta columna de emigrantes como antiguas pensiones rusas.
La narrativa de la lealtad dividida es bipartidista. Se puede rastrear por lo menos hasta el confinamiento de los nipo-estadounidenses y el arresto de las personas de origen alemán e italiano como "enemigos foráneos" durante la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, ignora el hecho más fundamental sobre la emigración.
"Al salir de su hogar, los emigrantes dan un callado paso de rebelión contra el estado de origen", escribieron Roger Waldinger y Lauren Duquette-Rury, de la Universidad de California, Los Ángeles, en un estudio sobre la lealtad política de los inmigrantes. "Pero como los emigrantes también son inmigrantes, la decisión de mudarse a otro país también representa un voto de confianza por ese estado".
En los inmigrantes, cualquier país tiene una fuente de lealtad encarnizada potencial. Son personas desarraigadas, decepcionadas de sus países de nacimiento y dispuestas a creer en su nuevo país de residencia. En el caso de muchos emigrantes soviéticos que conozco, esa disposición a adquirir una nueva identidad se intensificó cuando la Unión Soviética se desintegró: oficialmente, ya no eran de ninguna parte, y los países en los que se dividió el imperio comunista ya no eran más que abstracciones para la mayoría de ellos, criados como "pueblo soviético" por sus padres y el sistema escolar.
El país de acogida pueden aceptar a estos recién llegados y así obtener su lealtad de un modo en que no puede hacerlo con sus ciudadanos nativos. La naturalización como ciudadanos estadounidenses, según el estudio de UCLA, está correlacionada con una pérdida de interés en la política del país de nacimiento y una mayor afinidad con la estadounidense. Rechazar a esas personas —diciéndoles que "regresen al lugar de donde vinieron", tratándolos como ciudadanos de segunda clase porque sus nombres suenan exóticos o tienen el color de piel equivocado, dudando de su lealtad porque es adquirida y no heredada— es probablemente una profecía autocumplida. Además, las dudas son una cara de la sensación de que EE.UU. no está a la altura de su ideal como crisol, una idea de que los inmigrantes no tienen motivos para convertirse en patriotas estadounidenses.
Pero además, la idea de pedir lealtad absoluta a los ciudadanos puede ser errónea en primer lugar. Actualmente, tres cuartos de los países del mundo permiten doble ciudadanía, en comparación con aproximadamente 40% en 1960. Existen buenas razones: los países ya no entran en guerra entre ellos tan a menudo como antes, y las personas con una afinidad por dos naciones a la vez suelen fortalecer los vínculos entre ellas y buscar soluciones que beneficien a ambas. En Europa, un italiano puede trabajar para el gobierno francés porque su lealtad está con la idea de Europa sin fronteras. Un danés puede ser alcalde de una ciudad alemana sin cambiar su pasaporte porque a los locales les gustan sus ideas y su estilo de gestión.
EE.UU. es en muchos sentidos un país absolutista; pero no puedo evitar pensar que lo mejor para sus intereses de política, por lo menos, sería tener personas con lealtades divididas, incluso con dos pasaportes en sus bolsillos. Si estuvieran a cargo de las relaciones de EE.UU., tanto con aliados como con adversarios, estas relaciones podrían ser mucho más constructivas, porque se basarían en la búsqueda de un terreno común. Como están las cosas, no hay espacio para la flexibilidad, y alguien como Vindman se ve obligado a actuar en lo que considera el mejor interés de EE.UU., adoptando una imposición de principios contra Trump, aunque eso haga más vulnerable a Ucrania.