El director general de la Organización Mundial del Comercio, Roberto Azevedo, informó hace poco que renunciaría anticipadamente. La exasperación por la disminución de la posición de la OMC parece haber sido un factor.
Es comprensible. Paso a paso, los gobiernos han empujado a una institución con un papel esencial en la promoción del crecimiento global hacia una total irrelevancia.
La partida de Azevedo ofrece un momento para reflexionar. Su reemplazo ciertamente debería ser un peso pesado, a fin de reafirmar el valor de la OMC. Más crucial es que los gobiernos de ahora en adelante permitan y empoderen al organismo para que haga su trabajo. Estados Unidos, especialmente, debería aprender a ver a la OMC una vez más como un activo global y no como una molestia confusa.
La OMC tiene dos funciones principales. Proporciona un medio para que los gobiernos resuelvan sus controversias comerciales de manera ordenada, a fin de que no se conviertan en guerras comerciales de ojo por ojo. También sirve como foro para negociar grandes acuerdos nuevos que promuevan el comercio y, por lo tanto, el crecimiento.
En ambos aspectos, el órgano ha sido debilitado. El presidente Donald Trump y sus asesores piensan erróneamente que el sistema de resolución de controversias pone a Estados Unidos en desventaja.
Han paralizado esta parte de la OMC bloqueando el nombramiento de jueces para su órgano de apelación. Y los gobiernos de todas partes han conspirado durante mucho tiempo para bloquear la misión de expansión comercial, prefiriendo acuerdos regionales más pequeños a un nuevo pacto global. La última gran ronda de conversaciones de reforma comercial fracasó después de años de no llegar a ninguna parte.
Los gobiernos deberían revivir ambas funciones. La resolución ordenada de las controversias es mejor para todos los interesados que el deterioro de las relaciones comerciales que la Administración Trump ha diseñado.
Las tácticas de Washington no solo han dañado el sistema de comercio global, sino que han fracasado directamente, dejando a consumidores y productores estadounidenses en la peor situación. Si las disputas comerciales no resueltas se dejan proliferar de esta manera, todos pierden, más aún en medio de los riesgos derivados de la pandemia de COVID-19.
Por ahora, el otro propósito principal de la OMC —reducir las barreras comerciales— puede parecer menos valioso, pero es un error pensar así. Los acuerdos comerciales existentes deben mantenerse actualizados, ya que el cambio tecnológico está impulsando nuevos patrones de comercio y planteando nuevos problemas. También surgen otros desafíos.
En particular, China ha sometido al sistema a una tensión creciente porque su modelo de no mercado es incómodo y su gobierno aún usa en gran medida subsidios que distorsionan el comercio. Se necesita nuevos enfoques para lidiar con esto. Y aunque las rondas de conversaciones anteriores redujeron la mayoría de los aranceles a niveles muy bajos, persisten los obstáculos administrativos y de otro tipo al comercio. Todas estas fricciones sirven, al final, para frenar el nivel de vida.
Por lo tanto, no faltan nuevos trabajos de promoción del comercio para la OMC. El método preferido de pactos más pequeños, como el Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico, es la segunda mejor opción, porque crea divisiones entre adentro y afuera, con fronteras económicas externas que desvían y distorsionan el comercio.
Los acuerdos multilaterales más amplios son difíciles de hacer, sin duda, pero para eso estaba la OMC y sigue siendo el objetivo correcto. La idea funcionó magníficamente durante décadas después de 1950, y podría funcionar nuevamente, con voluntad política.
Por el momento, valga aclarar, falta ese ingrediente crítico, especialmente en EE.UU. Solo se puede esperar que esto pueda cambiar, y que las discusiones sobre el sucesor de Azevedo recuerden a los gobiernos lo que se arriesgan a perder si dejan que la OMC se desvanezca en nada.