En América Latina, pocas palabras son tan emotivas como “golpe”, y con justa razón. Desde 1930 y hasta la década de 1970, la región sufrió frecuentes derrocamientos de gobiernos civiles, con frecuencia mediante sangrientos golpes de Estado. Los regímenes derrumbados eran generalmente de izquierda.
Por ejemplo, en 1954 un Gobierno reformador moderado en Guatemala fue defenestrado por la CIA, en nombre del anticomunismo. Siguieron otros golpes, incluido el del general Augusto Pinochet contra Salvador Allende, un socialista radical, en 1973 en Chile. Desde la democratización de la región, en la década de 1980, los golpes han sido raros, pero la idea se ha convertido en una potente herramienta de propaganda, en especial para izquierdistas.
Es raro que pase una semana sin que Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela elegido fraudulentamente, afirme que está bajo amenaza de golpe. En Nicaragua, Daniel Ortega dice lo mismo. Dilma Rousseff, la expresidenta izquierdista de Brasil que en camino a su reelección violó las leyes de responsabilidad fiscal del país, también alega que su juicio político y posterior destitución, el 2016, fue “un golpe”, pese a que el proceso siguió estrictas reglas constitucionales.
La más reciente declaración en ese sentido corresponde a la caída de Evo Morales, presidente izquierdista de Bolivia desde el 2006, quien renunció el 10 de noviembre y se exilió en México. Esto generó un coro de denuncias de golpe de la izquierda latinoamericana y hasta de socialdemócratas europeos. Pero por lo menos esta vez, los críticos están equivocados.
Es cierto que el mandato de Morales recién terminaba en enero. Su caída fue consecuencia de violentas protestas que no pudieron ser sofocadas por la Policía, que además se amotinó. El momento decisivo llegó cuando el jefe de las Fuerzas Armadas le “sugirió” renunciar. Pero decirlo así es contar una fracción de todo el caso.
Morales, quien es de ascendencia aimara, disfrutó por mucho tiempo de amplio respaldo popular. Impuso una nueva Constitución que limitaba a dos los periodos presidenciales. Gracias al boom de los commodities y a su política económica pragmática, la pobreza se redujo considerablemente. Su Gobierno creó una sociedad más inclusiva.
Pero también capturó los juzgados y la autoridad electoral, y con frecuencia era implacable con sus opositores. En vista que estaba decidido a permanecer en el poder, cometió el clásico error de los gobernantes autoritarios: perdió contacto con la calle. El 2016, perdió por estrecho margen un referendo para abolir los límites a los periodos presidenciales, aunque igual consiguió que el Tribunal Constitucional declare que podía candidatear para un tercer mandato.
El mes pasado, se proclamó ganador de unas dudosas elecciones, lo cual desencadenó la insurrección. Una auditoría independiente de los comicios respaldó los reclamos de la oposición sobre la existencia de irregularidades generalizadas. Su ofrecimiento de convocar a nuevas elecciones llegó demasiado tarde.
De ese modo, Morales fue la víctima de una contrarrevolución cuyo objetivo fue defender la democracia y la Constitución contra el fraude electoral y la ilegalidad de su propia candidatura. El Ejército le retiró su apoyo porque no estaba preparado para abrir fuego contra la población, a fin de que se mantuviese en el poder. La manera en que estos eventos lleguen a ser vistos depende en parte de lo que suceda ahora.
Una lideresa de oposición ha asumido la presidencia interina (Jeanine Áñez) y ha señalado que se celebrarán nuevas elecciones dentro de algunas semanas. Existen dos grandes riesgos. Uno es que los ultras en la oposición intenten borrar los aspectos positivos que Morales defendía, así como los malos. El otro es que sus partidarios busquen desestabilizar al Gobierno interino y boicotear los comicios. Quizás sea necesario recurrir a la ayuda externa para asegurar un proceso electoral justo.
El hecho que el Ejército haya desempeñado un papel es, en efecto, preocupante. Pero lo que estaba en juego en Bolivia era que debería ocurrir, in extremis, cuando un presidente electo despliega el poder del Estado en contra de la Constitución. Con la renuncia de Morales y la participación de las Fuerzas Armadas en forzarla, Bolivia ha servido de ejemplo para Nicaragua y Venezuela, aunque es poco probable que le presten atención.
En el pasado, eran los autócratas de derecha quienes se rehusaban a dejar el poder cuando estaban legalmente obligados a hacerlo. Pero ahora, más a menudo les ocurre a los de izquierda. Su constante invocación a los golpes de Estado tiende a ser una cortina de humo para ocultar su pisoteo de las reglas. Por eso, tales declaraciones deben ser examinadas con cuidado.