Receta. El énfasis debería estar en buscar mejoras significativas de gestión. Por ejemplo, en la ejecución de la inversión pública y el avance de proyectos de infraestructura. (Foto: MTC)
Receta. El énfasis debería estar en buscar mejoras significativas de gestión. Por ejemplo, en la ejecución de la inversión pública y el avance de proyectos de infraestructura. (Foto: MTC)

Por Alonso Segura
Economista

A fines del año pasado, en una columna con Alfonso de la Torre en este mismo espacio, señalábamos que, en materia de desempeño económico, el 2019 se presentaba incierto. Para un país con una fuerte dependencia externa, el balance de riesgos globales ya mostraba signos de deterioro en múltiples frentes.

Por el lado interno, apoyarse en mayores transferencias a gobiernos subnacionales en su primer año de gestión, era una estrategia arriesgada por la baja ejecución usual en ese periodo. Por su parte, el crecimiento de la inversión privada iba a estar sujeta a incertidumbre.

Concluíamos que la ausencia de propuestas y los mensajes mixtos no servirían, que se requería una agenda (económica) más ambiciosa, pensando no solo en el 2019, sino en un horizonte más largo con miras a fortalecer nuestras perspectivas de crecimiento y desarrollo futuras.

Lamentablemente, seis meses después, varias de las alertas se han confirmado (y acentuado). En este contexto, algunas preguntas que podríamos hacernos son: ¿cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué tan grave es? ¿Cómo podemos revertirla? Para responder a la primera pregunta, necesitamos algo de perspectiva.

El crecimiento (potencial) de la economía peruana en las épocas de bonanza global no es un buen referente, pues se benefició de condiciones externas extremadamente favorables y probablemente irrepetibles. En ausencia de estos impulsos, la capacidad de crecimiento es sustancialmente menor, con el consiguiente impacto sobre otros indicadores económicos y de bienestar. Es por ello que, redondeando, el crecimiento potencial pasó de 7% antes de la crisis financiera internacional a 4%.

Una pregunta relevante es ¿por qué no se aprovecharon esos tiempos tan favorables, hasta el inicio de la reversión de condiciones externas en el año 2011, para impulsar reformas importantes, incluyendo aquellas orientadas al fortalecimiento institucional? Lo que nos lleva a la segunda pregunta: ¿qué tan grave es la situación? Las condiciones externas e internas en los últimos meses se han tornado adversas, lo cual limita que podamos alcanzar inclusive el crecimiento potencial actual. Empecemos por las externas.

Los conflictos comerciales han seguido escalando, los riesgos geopolíticos también han aumentado y el debilitamiento del crecimiento en distintas regiones del mundo es generalizado. Durante el último año, el ha recortado sistemáticamente las perspectivas de crecimiento global, con América Latina y el Caribe (ALC) sufriendo uno de los mayores recortes.

La proyección de crecimiento de ALC para este año es casi la mitad de la de hace doce meses, y la tercera parte de aquella de las épocas de bonanza global. En el frente interno, la conflictividad política ha escalado, al igual que la conflictividad social. Si bien en los últimos veinte años nuestro desempeño económico ha sido aparentemente inmune a estas variables, ya no pareciera serlo.

Las encuestas de expectativas empresariales, por ejemplo, señalan estos dos factores entre los principales riesgos para el desempeño económico. Si hay que sacrificar crecimiento por fortalecimiento institucional, es algo que debe hacerse, pero no puede desconocerse que hay un costo en el corto plazo.

Esto ocurre en simultáneo a una oleada migratoria sin precedentes, que independientemente de consideraciones de solidaridad por razones humanitarias, y de sus potenciales efectos positivos en el largo plazo, genera presiones sobre indicadores de empleo e ingresos en el mercado laboral.

¿Significa esto que no hay responsabilidad del Gobierno en esta desaceleración? Sí la hay, pues claramente no ha sabido armonizar una agenda económica común de gobierno y no se le ha dado la misma prioridad y decisión que a la agenda política. Asimismo, los mensajes excesivamente optimistas han estado desconectados de la realidad. Y ha habido importantes deficiencias de gestión.

Dicho esto, pasemos a la tercera pregunta: ¿qué podemos hacer para revertir esta situación? Entrando a los últimos dos años de gobierno y con un Congreso adverso, ojalá haya sorpresas positivas, pero pareciera irreal pensar en grandes reformas. El énfasis debería estar en buscar mejoras significativas de gestión. Por ejemplo, en la ejecución de la inversión pública y el avance de proyectos de infraestructura, y en mitigar los múltiples problemas existentes en sectores y niveles de gobierno.

Deberían escalarse las iniciativas sectoriales (y algunas transversales) para generar nuevos motores a través de las mesas ejecutivas. Es prioritario alinear al gobierno en torno a agendas comunes multisectoriales, evitando acciones y mensajes confusos, y usar el capital político cuando menos para frenar contrarreformas venidas del Congreso, y no ceder a exigencias en el marco de conflictos sociales que comprometan la estabilidad jurídica y generen precedentes negativos.

No es momento tampoco de sacrificar la responsabilidad fiscal, sino más bien de seguir trabajando en mejorar los ingresos públicos, evitando distorsiones y excesos.

Lograr resultados concretos en un entorno convulsionado como el actual requiere de decisión y perseverancia en la consecución de objetivos de parte del Gobierno. Este, de por sí, ya es un objetivo ambicioso, considerando las circunstancias.

¿Significa esto que no hay responsabilidad del Gobierno en esta desaceleración? Sí la hay, pues claramente no ha sabido armonizar una agenda económica común de gobierno.