Redacción Gestión

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La falta de reducción del déficit público durante los últimos meses tiene varios costes. Uno es que introduce una innecesaria volatilidad en el crecimiento, sin que posiblemente se haya hecho el uso más eficiente de esos recursos. Otro, es que debilita la credibilidad de las administraciones públicas. Aunque ha habido beneficios de la desviación, y los costes se encuentran limitados a corto plazo, el incumplimiento puede salir caro a largo plazo. Todo lo anterior debería poner en contexto la discusión sobre el tamaño de la multa que deberá pagar España por la desviación de 2015.

Parece evidente que el crecimiento ha sido mayor durante 2015 y lo que va de 2016 gracias a una política fiscal expansiva. El año pasado, por primera vez desde 2009, el gasto primario de las administraciones públicas aumentó al calor del ciclo electoral. Asimismo, se realizó una reforma fiscal que redujo los tipos medios efectivos sobre las familias. Este impulso conjunto sobre la economía habría alcanzado alrededor de un 1% del PIB. Es decir, de no haberse producido, el déficit público habría terminado el 2015 en el 4.1% del PIB, en vez del 5,1% que finalmente se observó. Lo anterior, junto con la falta de medidas compensatorias durante el primer semestre del 2016, han permitido que la economía española crezca al menos medio punto más de lo que lo habría hecho sin impulso fiscal. Sin embargo, las medidas que ya se han anunciado en el Plan de Estabilidad, y las que estén por venir, apuntan a que se ha sacrificado crecimiento futuro por presente.

En principio, esta política podría haber tenido beneficios. Por ejemplo, se podría justificar que la situación de emergencia que vive el mercado laboral español hacía urgente acelerar la creación de empleo para limitar los costes sociales y económicos que sobrevienen para las personas después de un período prolongado de estadía en el paro (histéresis). Aunque este argumento es poderoso, surgen dos cuestiones a analizar: por un lado, si los recursos se han utilizado de la manera más eficiente para alcanzar dicho objetivo y, por otro, cuáles son los costes de romper el compromiso adquirido con los socios europeos. Respecto a la primera duda, aunque algunas de las políticas realizadas sí pretendían dar un impulso directo a la contratación (tarifa plana), su efectividad es debatible. Un mejor uso de dichos recursos los hubiera puesto al servicio de incrementar la eficiencia de las políticas activas de empleo y la dotación destinada a ellas. Por otro lado, si el objetivo era impulsar la demanda a través de reducciones impositivas, se podría haber avanzado en un sistema fiscal más eficiente, en línea con las propuestas hechas por los expertos de la llamada "Comisión Lagares". Dado que algunas de las directrices avanzadas por los expertos tendrían costes redistributivos a corto plazo, la disminución impositiva podría haberse utilizado para paliar algunos de ellos.

En todo caso, el problema es que más allá del uso que se le haya dado a este espacio fiscal, había un compromiso de reducción del déficit. El que el incumplimiento se haya dado por motivos discrecionales y no por situaciones sobrevenidas (como una recesión), reduce la credibilidad de las Administraciones Públicas. Este es un activo clave, sobre todo para un país tan endeudado con el resto del mundo como España. En la actualidad, el desliz no ha tenido consecuencias significativas dada la compra de activos que está realizando el Banco Central Europeo. A corto plazo, la continuación de esta política depende crucialmente de mantener la confianza del resto de los socios europeos. A medio plazo, sin el apoyo del BCE, España se encontrará con más deuda (en 2020, cinco puntos porcentuales más del PIB) y un mayor coste de financiación (20 puntos porcentuales) que los que hubiera tenido cumpliendo sus compromisos. Más aún, en algún momento los tipos de interés libres de riesgo aumentarán, y España puede encontrarse destinando algo más del 10% del presupuesto sólo a servir su deuda. Estos son recursos que de otra manera podrían dedicarse a gasto social. Más allá de cualquier multa, estos argumentos deberían ser suficientes para percibir que garantizar el estado de bienestar pasa por tener un plan de reducción del déficit creíble que minimice los efectos en el crecimiento.

Por Miguel CardosoEconomista jefe de la Unidad de España de BBVA Research