Por Pete Sweeney
El científico social Robert Putnam estaba tan horrorizado con los resultados de su investigación que casi los arroja al cesto. Su vasto y meticuloso estudio, que terminó en el 2000, halló que los estadounidenses que viven en comunidades étnicamente diversas se tornaban menos confiados que sus pares en vecindarios homogéneos.

No solo se convertían en escépticos de las personas de otras razas, sino también de sus propios grupos étnicos. Colocados en proximidad de aquellos de contextos diferentes, los humanos no se ponían más tolerantes, sino que votaban menos, participaban en menos actividades voluntarias, desconfiaban de sus vecinos y sospechaban de sus líderes. El sondeo contradijo un supuesto central del multiculturalismo: que la integración genera cohesión social.

Estos días, la conclusión de Putnam no sorprendería a nadie. A medida que surgen barreras comerciales y los demagogos ganan atractivo político, el mundo parece estar repitiendo los errores que terminaron en la Segunda Guerra Mundial.

"Los países ya no son naciones, sino mercados", se quejó la líder nacionalista francesa Marine Le Pen en 2017. "Esto diluye nuestra identidad cultural". La cita abre el primer capítulo de un estudio de Ian Bremmer, "Us vs. Them: The Failure of Globalism" ("Nosotros vs Ellos: el Fracaso del Globalismo").

Su estudio de las fuerzas que intentan reconstruir los muros entre las personas, las naciones y mercados es una lectura triste. Si la globalización alguna vez pareció "la opción generosa" que permitía a todos ganar, como lo pone Bremmer, ahora se está propagando una ideología mucho más cínica. Por medio de su cristal oscuro, el comercio internacional se presenta como una competencia mercantilista por el superávit.

Las sociedades occidentales pluralistas, golpeadas por el delito y ataques terroristas, lucen ingenuas. Países asiáticos como Japón, que dan escaso valor a la diversidad, lucen como modelos.

Bremmer, un erudito en las redes sociales y famoso inventor de conceptos pegadizos como "la curva J", que describe la relación entre la apertura política y la estabilidad, se queja contra esos acontecimientos. Pero también es cauto como para empatizar. Los partidarios del presidente estadounidense Donald Trump o del líder venezolano Nicolás Maduro podrían no ser tan bienvenidos en los cócteles de Davos, pero no son totalmente irracionales o malignos. Bremmer admite que muchas industrias regionales han sido devastadas por cambios en las cadenas globales de valor, y que el libre comercio no las recuperará.

Él predice que muchos profesionales recibirán un tratamiento similar a manos de los robots. Es comprensible que muchos tengan pocas ganas de esperar que el viento de la ventaja comparativa sople en su dirección. Los que fueron arrastrados por la cola de la globalización solo sintieron su aguijón.

Descontando el capital humano
La creciente desigualdad ha jugado un papel grande en el descontento de los manufactureros, especialmente en las economías en vías de desarrollo. Bremmer ofrece el ejemplo de Nigeria, donde el número de millonarios creció en 44% entre el 2004 y 2010, pero la población de pobres se expandió en 70% a 112 millones.

No es sorprendente que las elites y corporaciones hayan sido más rápidas para adaptarse que sus pares más pesados en los gobiernos, escuelas, iglesias y sindicatos. Tampoco sorprende que los países donde tales instituciones son débiles, o se debilitan particularmente rápido, sean más vulnerables. La solución yace en el cambio institucional, pero grandes porciones de los capítulos concluyentes de Bremmer son más parecidos a garabatos en una servilleta de un cóctel de Davos, que a programas serios. "Hay otra manera", escribe, pero pierde el hilo.

Pide reformular el contrato social, más inversión en educación y un enfoque diferente para los impuestos. Está indeciso sobre gravar a los robots para compensar a los trabajadores reemplazados por máquinas; es poco entusiasta con el "ingreso básico universal" que daría a todo el mundo un estipendio básico para vivir. Está entusiasmado con el papel que podrían jugar las compañías tecnológicas como Facebook y Google para defender a la democracia, intrigado por el programa biométrico Aadhaar de India, y encantado con las organizaciones no gubernamentales que entregan tabletas de aprendizaje en campos de refugiados. Aun así, "Nosotros vs Ellos" dedica más tiempo a tirar nombres de ideas que a armar una agenda.

Hay una clase de institución pública que tiene más poder que cualquier otra para aliviar, o agravar, todas esas cuestiones: la escuela. Los sistemas educativos varias veces fracasaron en amortiguar a las sociedades contra el impacto del libre comercio y la migración. En Estados Unidos, los políticos han estado lidiando con los despidos provocados por la dislocación económica por décadas, pero la situación persiste. Las universidades producen vastas cantidades de graduados capaces de construir moléculas o diseñar derivados exóticos, pero todavía son susceptibles a ideas políticas infantiles.

El gasto público mundial promedio en educación como porcentaje del PBI de hecho bajó durante lo más profundo de la crisis financiera, muestran los datos de Unesco. Eso subraya un problema de mercado: la inversión en escuelas tiende a caer justo cuando las sociedades más necesitan que suba. Al mismo tiempo, los maestros de primaria y secundaria ganan mucho menos que los profesores universitarios en la mayoría de los países. La escasa inversión en educación inicial efectivamente amplía la brecha de capacidades entre los que pueden pagar la universidad y el resto. Tales desequilibrios son grandes contribuyentes de la desigualdad económica y política, y dejan a los trabajadores vulnerables al cambio tecnológico. Los parches, como el ingreso básico universal, no resuelven tales problemas.

Hay razones por las cuales los humanos hablan alto sobre lo importante que es la educación, y luego votan reducir el financiamiento del preescolar. Hay razones por las cuales los autócratas prefieren especialistas con una educación estrecha, en lugar pensadores creativos. Quienes rompen muros deberían empezar a mirar a éste, y luego tomar un martillo.