(Foto: Difusión)
(Foto: Difusión)

Por Eduardo Herrera Velarde

¿Se imaginan lo que puede pasar ahora con las fiscalizaciones de o ? Les cuento mis hipótesis: a) que la inspección se haga regularmente, b) que la inspección se realice con abuso de funciones observando aspectos irracionales o imposibles de lograr -dadas las limitaciones que significa la - con el objetivo de sancionar a como dé lugar o c) que nos toque un inspector igualmente abusivo, pero con otras finalidades no necesariamente correctas. Vista la experiencia, cualquiera de los escenarios es perfectamente factible.

¿Cuál creen que será la respuesta una situación semejante? a) El hombre/mujer de empresa simplemente hará un análisis de costo beneficio, balanceando la continuidad del negocio versus la transgresión a la ley o b) habrá una terca resistencia que acabará con mayores costos y, en muchos casos, quiebra de negocios. La ecuación no es difícil de resolver. La víctima se convertirá casi siempre en cómplice. Esto ocurre también, salvando las distancias, con el comerciante que paga al serenazgo para que le deje trabajar tranquilo. En todos lados se cuecen habas y la casa siempre gana.

Se genera, de la manera antes expuesta, una nueva forma de corrupción. Aquella que viene del Estado y se construye para el Estado (en su favor), no sin antes ayudar a algunos personajillos que se ganan un dinero fácil en “ejercicio de sus funciones” y con resolución de por medio.

Desde hace muchos años, y no solamente en este gobierno, a la empresa (y en general a la formalidad) se la ha maltratado para conseguir el favor popular. Resulta muy potente la idea de robar a los ricos para repartir entre los pobres. Esta acción convierte a cualquier Presidente -y en general a cualquier autoridad- en una suerte de “justiciero social”.

En contraposición, a media luz, la empresa ha venido sosteniendo con todos los gobiernos de turno relaciones clandestinas convirtiéndose en una suerte de amante no reconocida que solamente sirve para un solo propósito: obtener más y más dinero. Por eso cuando hay una tragedia -como esta- el Estado mira a la empresa como la responsable de la solidaridad (forzosa, “hay que mojarse” dicen) colectiva y, a la vez, seguir generando más y más riqueza, recaudación y puestos de trabajo.

Evidentemente, han existido matrimonios perversos que han pintado mal a la empresa. Por eso, en muchas ocasiones, y con cierta justicia, se la ha asociado con corrupción. ¿Cómo describir entonces a aquellos proveedores que se coluden con malos funcionarios públicos para ganar concursos? Pero esta etiqueta perversa no puede servir como fundamento para llenar de obstáculos a todos aquellos quienes - mediante la división del trabajo- buscan generar riqueza, producción y, de paso, más empleos.

Ante un escenario como el descrito la conducta del empresariado, muchas veces, se ha limitado a bajar la cabeza y resignarse. Aceptar más y más trámites. Asimilar trabas burocráticas absurdas que solo generan ineficiencia y corrupción. Pagar para sobre vivir, pagar en silencio. Mirar al techo o al costado. Lograr favores.

Es momento que el empresario nacional cambie radicalmente de forma este comportamiento. Empezando por desmitificar la idea de que la riqueza, salvo excepciones, es producto de una conducta no ética (o eliminar esa falsa dicotomía que, aparentemente, hoy nos da a escoger entre salud y economía). Es momento de desmentir aquello de que la creación de más normas (más burocracia) supone un beneficio al ciudadano. Es momento de dejar en claro el lugar preponderante que juega la empresa privada en la economía nacional. Es hora de empezar a evitar que se maten a más gallinas de los huevos de oro.