(Bloomberg) Cuando Donald Trump asuma la presidencia el mes que viene heredará una larga guerra que amenaza con convertirse en un conflicto permanente.

George W. Bush la comenzó el 11 de septiembre tras bautizarla "la guerra contra el terrorismo". Barack Obama no ha conseguido acabar con ella. "Las democracias no deberían operar en un estado de guerra autorizada permanente", advirtió en su último discurso importante sobre seguridad nacional el lunes. En esta línea, Obama expuso una serie de principios que, según cree, deberían guiar la lucha estadounidense contra el terrorismo.

La mayoría tiene sentido: mantener la legitimidad de la guerra, mantener la perspectiva sobre las amenazas, los ataques con drones son la opción menos mala para atacar a los terroristas en el campo de batalla… Ese tipo de cosas.

Pero en lo que se refiere a entender los objetivos del enemigo, Obama cometió el mismo error que su predecesor en el cargo. "El principal objetivo de estos terroristas es asustarnos para que cambiemos la naturaleza de quiénes somos y de nuestra democracia", señaló la semana pasada. Esta es una versión revisada de las palabras del anterior presidente George W Bush: "Nos odian por nuestras libertades".

En este punto, Trump tiene una oportunidad. Lo cierto es que el Estado Islámico, Al Qaeda y otros yihadistas no nos odian únicamente por nuestra libertad. Su objetivo no es provocar una reacción exagerada con la que Estados Unidos deje de ser una democracia. Es mucho más simple. Estos grupos quieren obligar al mundo no musulmán, lo que ellos llaman Dar al-Harb o la casa de la guerra, a someterse a la dominación islámica. Los yihadistas quieren conquistar.

Trump no sabe mucho acerca de política internacional. Pero esto sí lo entiende, al igual que Obama y Bush. No obstante, estos últimos también intentaron deliberadamente definir al enemigo en la larga guerra como anti-islámico, como unos charlatanes asesinos que difaman una gran religión.

Se trata de una estrategia inteligente. Muchos musulmanes que creen que el Estado debería penalizar el adulterio y la blasfemia se oponen al terrorismo. Además, países como Arabia Saudí son importantes aliados estratégicos en la lucha contra el terrorismo, especialmente en los últimos años. Sin embargo, ideológicamente, los saudíes y otros estados del Golfo siguen manteniendo su compromiso con la visión de un islam político para sus propias sociedades. Una guerra insensata basada en ideologías distanciaría a estos países.

Al mismo tiempo, el impulso de limitar la definición del enemigo irónicamente ha agravado los riesgos de una guerra permanente. Obama lo sabe bien. El presidente autorizó la incursión que acabó con la vida del jefe de Al Qaeda, Osama Bin Laden. Después de esto, intentó reducir la escala de la larga guerra, manifestando que la amenaza había disminuido. Y sin embargo el presidente va abandonar su cargo mientras el ejército estadounidense lucha contra grupos asociados y derivados de Al Qaeda y otros enemigos en todo el mundo musulmán.

Durante un tiempo, la guerra de Obama llevó a un fenómeno extraño. Cuando en Libia surgieron nuevos grupos tras la caída de su dictador, blandiendo la bandera negra de la yihad y prometiendo imponer la estricta ley islámica en sus zonas de control, la Casa Blanca de Obama no hizo nada. Cuando los Hermanos Musulmanes y otros partidos radicales se hicieron con el control del gobierno egipcio después de las primeras elecciones reales del país, la Casa Blanca de Obama lo interpretó como una oportunidad para promover los intereses de Estados Unidos colaborando con ellos.

Ese error de cálculo fue un ejemplo de lo que Andrew McCarthy, ex fiscal de Estados Unidos que trabajó en la primera causa contra los terroristas de las Torres Gemelas, ha denominado "una ceguera voluntaria". Al definir al enemigo de acuerdo con términos no ideológicos, Obama no estuvo preparado para hacer frente a grupos como Ansar al-Sharia de Libia o el Estado Islámico antes de que adquiriesen suficiente poder para controlar territorios. Al intentar poner fin a la larga guerra, Obama permitió que estas amenazas emergieran y se prolongaran.

Por supuesto, llevar la postura ideológica demasiado lejos conlleva un riesgo. Si, por ejemplo, Trump inicia una purga de supuestos miembros de los Hermanos Musulmanes dentro de Estados Unidos, violará las garantías constitucionales de los ciudadanos estadounidenses. También estará sembrando las semillas de su propia ruina política, porque ése es el tipo de medida que provocará una oposición encarnizada de los tribunales, la prensa y muchos miembros de su propio partido.

Si Trump no es lo suficientemente cuidadoso en la definición de la amenaza, se arriesga a alejar a unos aliados que necesita en la lucha contra los terroristas. Finalmente, Trump estaría cometiendo un error si diese carta blanca a líderes como Abdel Fattah al-Sisi de Egipto. Es cierto que al-Sisi ha hecho un llamamiento para una reforma dentro del islam, algo que es muy necesario. Pero por otra parte no ha conseguido diferenciar una oposición política legítima de los radicales que brevemente surgieron en su país tras la revolución. Esto no acabará bien para al-Sisi. Como demuestra la historia de Egipto, los Hermanos Musulmanes prosperan como sociedad secreta. Sus adeptos más radicales asesinaron a Anwar Sadat cuando el grupo operaba principalmente de forma clandestina.

No obstante, Trump tiene una oportunidad. Puede, por ejemplo, dejar claro que Estados Unidos será un lugar seguro para cualquier persona del mundo islámico que sea perseguida por los radicales, ya se la caracterice como blasfema o pertenezca a una fe minoritaria como los cristianos coptos. Trump también puede aliarse de forma más estrecha con líderes como el príncipe de la corona de Abu Dhabi, Mohammed bin Zayed al-Nahyan, para crear discretamente una fuerza profesional anti-terrorista en la región.

Trump también podría utilizar la influencia de Estados Unidos en Irak y Afganistán para impulsar a políticos laicos y reformistas, en lugar de abrazar cualquier partido que de labios afuera se oponga al terrorismo, como hicieron Bush y Obama. Podría utilizar su plataforma para animar a las sociedades occidentales civiles a adoptar editores de periódicos, abogados, activistas defensores de los derechos humanos y otros amenazados por los radicales de su propia fe. Mientras tanto, Trump podría deshacer lo que queda de la agenda del primer mandato de Obama de construir puentes con los partidos de los Hermanos Musulmanes que no han mostrado un interés verdadero, a excepción de Túnez, en aceptar el pluralismo.

Embarcarse en una guerra ideológica contra el islam fundamentalista en vez de una larga guerra contra los terroristas conlleva riesgos. Pero tiene la ventaja de definir las condiciones para la victoria. Esta larga guerra acabará cuando los fundamentalistas islámicos sean derrotados y desacreditados. Lo que es más, Trump puede encauzar a Estados Unidos en este camino sin tener que embarcarse en un ciclo de cambio de regímenes y de creación de países, lo cual ha rechazado explícitamente. No es un mal plan para un tipo que pregunta continuamente por qué Estados Unidos ha dejado de ganar.

Esta columna no refleja necesariamente la opinión de la comisión editorial ni de Bloomberg LP y sus propietarios