Freddy Palomino Flores

A la cita con este periódico, en el centro de Manhattan, llega tarde y azorada. En el trabajo también se presentará unos minutos después de la hora acordada.

Las demoras se suceden y se retroalimentan. Como ese día tiene el turno de las tres de la tarde, probablemente no llegará a casa hasta pasadas las 10 de la noche y eso, a los 27 años, se lo apuntan como falta.

No porque viva en el seno de una familia estricta, sino porque esa es la hora límite de llegada al albergue para indigentes en el que duerme cuando sale de trabajar en McDonald’s. Al menos, ese día es sábado y no se tiene que organizar para llevar y recoger del colegio a los niños de ocho, siete y cuatro años. Allí también suelen afearle los retrasos.

La vida de Y., como pide que se la identifique, no es una rareza: una tercera parte de las familias que duermen en los centros para los sin techo de la ciudad tienen al frente a una persona con empleo.

Pero en Nueva York, trabajar ya no significa ganarse la vida. En Estados Unidos como conjunto, tampoco: seis de cada 10 hogares que se encuentran bajo el umbral de la pobreza en todo el país tienen a al menos uno de sus miembros empleados, según el Instituto de Política Fiscal.

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