Director ejecutivo de Videnza Instituto

Todos los días, un cúmulo de noticias sobre extorsiones, asaltos a locales comerciales, robos a transeúntes, entre otros delitos, nos hacen testigos del alarmante avance de la delincuencia en Lima y las principales ciudades del país. En su último reporte, el Instituto Nacional de Estadística e Informática alerta de que, durante el primer semestre del 2023, el porcentaje de la población que fue víctima de algún delito aumentó en 4.3 puntos porcentuales con relación al 2022. Así, uno de cada cuatro peruanos de 15 años a más que vive en zonas urbanas ha sido víctima de algún hecho delictivo.

La situación es aún peor en Lima, donde el porcentaje de victimización supera un tercio de la población. Según la Encuesta Nacional de Programas Presupuestales, el 81.8% de la población urbana percibe que en los próximos 12 meses puede ser víctima de algún hecho delictivo que atente contra su seguridad.

Estos elevados niveles de percepción de inseguridad y victimización acarrean una serie de costos significativos para los agentes económicos y la sociedad en su conjunto. Entre ellos, un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo del 2017 incluye el costo social derivado de los homicidios; el mayor gasto privado en el que incurren los hogares para protegerse de la delincuencia; los cambios en el comportamiento de las personas ante la actividad criminal; la reducción en la inversión y las pérdidas de productividad para las empresas; y la mayor asignación de recursos públicos que destina el Estado para combatir al crimen organizado. Dicho estudio estimó que los costos sociales del crimen en Perú representaron el 2.77% del PBI en el 2014.

Con la última información disponible encontramos que el impacto económico de la inseguridad ciudadana en nuestro país se ha incrementado en los últimos cinco años hasta ascender a 3.09% del PBI. Esto es un costo que supera los S/ 31,500 millones al año. A los recursos presupuestales que el Estado asigna a la función de seguridad y orden interno por S/ 15.000 millones (que, por cierto, se ha triplicado en los últimos diez años), se suman los gastos que las empresas y los hogares asignan a la seguridad privada (S/ 12,400 millones) y los costos sociales de la victimización letal y no letal, y los ingresos cesantes de la población penitenciaria (S/ 4,100 millones). Esta estimación es conservadora, pues sólo considera los costos directos del crimen y no incluye los indirectos, como son los cambios en el comportamiento de las personas debido al miedo al crimen, o los impactos de la violencia en la salud de la población.

Para estimar el gasto privado en seguridad se toma en cuenta los costos en los que incurren los hogares y las empresas para la prevención del delito. La principal fuente de información para estas últimas es la Encuesta de Clima de Negocios y Desempeño Empresarial, elaborada por el Banco Mundial. Calcula que los costos directos de seguridad asumidos por las empresas, así como sus pérdidas debido a la delincuencia, equivalen al 1.6% de las ventas en aquellas empresas encuestadas en el 2017.

Para estimar los costos sociales asociados con la victimización se consideran los años de vida potencialmente perdidos por muerte prematura o por discapacidad. En el 2022, según el Ministerio del Interior, se registraron 2,855 homicidios en todo el país, lo que representa una tasa de 8.55 homicidios por cada 100,000 habitantes y un costo social de 0.09% del PBI. Además, se tienen los costos globales del encarcelamiento, que incluyen el gasto público en la administración de los penales y las pérdidas ocasionadas por la privación de la libertad de los reclusos. El año pasado, la población penitenciaria en Perú sumaba 89,464 reclusos, lo que representa un costo de 0.11% del PBI. Por otro lado, la supresión de los ingresos que podría generar la población penitenciaria equivale a 0.21% del PBI.

Esta dramática realidad exige la urgente implementación de políticas que sean más efectivas y menos efectistas —como pretender importar estrategias foráneas que no se condicen con nuestra realidad— o imponer estados de emergencia sin una clara estrategia de por medio. Con la reciente aprobación de las facultades legislativas en materia de seguridad ciudadana, la capacidad de propuesta y acción del Gobierno para encarar esta crisis será puesta a prueba.

En nuestro libro “Propuestas del Bicentenario: Rutas para el desarrollo institucional”, desde Videnza Instituto proponemos una estrategia integral de prevención que incluye el fortalecimiento de la capacidad operativa de la Policía con base en inteligencia estratégica, tecnología, comunicaciones y coordinación. Propugnamos una mayor responsabilidad política de los diferentes niveles de gobierno, y mejoras institucionales que aumenten la transparencia y la rendición de cuentas de las entidades públicas a cargo de la seguridad interna. No podemos ser indiferentes ante la inseguridad ciudadana, los delitos y la criminalidad organizada que impactan directamente en nuestra coexistencia y calidad de vida.