Por Alfonso de la Torre
El COVID-19 ha dejado claro que el Perú, lejos de un ‘milagro económico’, era el ‘pobre con plata’ al que se refería Alberto Vergara (‘El síndrome Pablo Escobar’, El Comercio 20/11/2016). De hecho, el shock producido por la epidemia en cierto modo le da el golpe de gracia a una imagen del país que hace rato no era más que un espejismo.
Las señales de que el crecimiento peruano tenía poco de milagroso ya venían acumulándose en los últimos años. El crecimiento del PBI se ralentizó un poco a partir de 2014, una vez que los precios de los metales dejaron de ser un viento a favor. La informalidad laboral, alrededor del 70% de la población ocupada, se mantuvo en niveles muy altos en comparación con países con niveles de ingreso similares. La seguridad ciudadana, quizá la mayor de todas las preocupaciones de los peruanos, continuó deteriorándose y transformó el cargo de ministro del Interior en un juego de sillas musicales. La lista de advertencias, como siempre pasa cuando miramos el espejo retrovisor, sigue y es extensa.
¿Qué pasó? Los factores son varios, y van desde errores honestos en el diseño de la política pública hasta el abuso deshonesto de los cargos públicos en el centro de los escándalos de corrupción. Sin embargo, una variable importante, y que no recibe suficiente atención todavía, es la capacidad estatal.
Cada cinco años, a raíz de una nueva elección presidencial, el país se enfrasca en un debate sobre el rol del Estado, el mentado ‘modelo’ y el tamaño óptimo del sector público. Pasamos horas discutiendo qué debe hacer el Estado, pero dedicamos poco tiempo a entender con claridad qué es lo que puede hacer. Y lo que puede hacer varía porque los retos de implementación de cada política pública son distintos.
Evaluando la capacidad estatal
Tres aspectos por considerar al implementar una determinada política pública son el grado de estandarización (¿existe una solución ‘de manual’ o hay que aplicar cierto criterio según el caso?), la frecuencia de la interacción (¿se requiere una sola intervención o debe esta ser sostenida?) y la ‘carga burocrática’ (¿cuántos funcionarios se necesitan?). Un Estado con capacidades puede adaptarse a lo largo de estas tres dimensiones según lo demande el problema (Andrews, Pritchett & Woolcock 2012). Si en el Perú somos pobres con plata es en parte porque hasta ahora nuestro Estado en su conjunto, desde el BCR hasta los municipios distritales, solo es capaz de realizar intervenciones más o menos estandarizadas, de frecuencia moderada y con limitada carga burocrática.
Algunos de los mayores éxitos del Perú en gestión pública durante los últimos treinta años encajan con esta descripción. La implementación de la política monetaria, por ejemplo, requiere de un grupo relativamente pequeño de funcionarios (baja carga burocrática) que ejecutan una serie de actividades bien definidas (alta estandarización) y pueden repetirse varias veces o no según el caso (baja o alta frecuencia). Esto contrasta con la política educativa, que requiere miles de profesores que interactúan diariamente con sus alumnos y tienen discrecionalidad, ya que no todos los niños en todas partes aprenden igual. La educación pública de calidad demanda más capacidades del Estado que la estabilidad cambiaria o de precios. La misma lógica aplica también a la seguridad ciudadana o la salud pública (son miles de policías, médicos, enfermeros, etc. a lo largo del país que tienen cientos de interacciones diarias, requieren aplicar cierta discreción ante problemas específicos, etc.).
Esto último no significa, por cierto, que la labor de entidades como el BCR o el MEF sea fácil o poco importante. La estabilidad macroeconómica es una condición absolutamente necesaria (aunque no suficiente) para el desarrollo, tanto a nivel económico como social y hasta político. Los países que padecen hiperinflación enfrentan moratoria de pagos o se quedan sin divisas no solo ven su pobreza aumentar, sino que rara vez son modelos de paz social o estabilidad política. Lejos de ser una crítica, la comparación anterior muestra que si el Perú tuvo éxito en la ‘macro’ pero no en la ‘micro’, no fue porque se priorizó la primera a costa de la segunda, sino porque el Estado que tenemos solo era capaz de generar ideas e intervenir efectivamente en la primera.
Lamentablemente, los últimos siete meses han mostrado, de forma dolorosa en términos de fallecidos y desempleados, que tan necesaria como la estabilidad macro es la capacidad estatal. La capacidad de distintos países para implementar pruebas moleculares, aislamiento y seguimiento de contactos ha sido un diferenciador importante en la contención de la pandemia. Y lo será también una vez que exista una vacuna. Suministrarla será un proceso estandarizado pero que requerirá de cientos de funcionarios y, posiblemente, más de una dosis. De no estar alertas, en el Perú la vacunación puede enfrentar los mismos problemas que vimos meses atrás con la entrega de bonos.
En resumen, ‘pobre con plata’ no es una frase efectista ni mucho menos una versión moderna del mendigo sentado sobre un banco de oro. Es un diagnóstico real. En marzo, cuando se inició esta crisis, el Estado tenía amplios recursos, pero seguía siendo pobre en término de capacidades. Hoy, ya en octubre, los recursos disponibles son menores y las capacidades siguen siendo limitadas. El reto para el próximo Gobierno es grande.