Mientras el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) sigue revisando las actas impugnadas y parece proyectar el fin de su labor para los primeros días de la próxima semana, queda una sensación en el ambiente de que en el país las cosas tienden a ponerse más difíciles o más complicadas.
Y no lo decimos solo por el mal sabor que deja este proceso electoral –cualquiera sea el resultado- y la cuestionada labor del JNE –desde cualquier perspectiva, aunque existan matices y diferentes intensidades-, sino también por algunas otras cosas.
Todo lo vivido desde el 6 de junio va a fortalecer, lamentablemente, la polarización y la fragmentación política, haciendo impredecible el escenario a partir del 28 de julio.
A esto hay que agregarle que la situación legal de las agrupaciones que pugnan por la proclamación es delicada, aun antes de que esta se produzca. Fuerza Popular arrastra las acusaciones ya conocidas, y Perú Libre enfrenta una investigación de consecuencias insospechadas y con acusaciones más graves por las nuevas normas al respecto, que podrían terminar involucrando a los miembros de la plancha presidencial, y esto sin contar con las acusaciones a algunos miembros de su bancada.
En lo económico, después de un fuerte intento por tranquilizar al mercado en medio de la incertidumbre y las indefiniciones, las cosas volvieron a ponerse algo turbulentas, lo que quedó registrado en la nueva cotización del dólar. Y es que negar estatizaciones o prohibición de importaciones no parece hacer juego con la inmediata gestión para contar con una Asamblea Constituyente. Las contradicciones y la inestabilidad no son buenas compañeras para la economía sana.
La inestabilidad, obviamente, no es responsabilidad solo del proceso electoral. Ha sido una constante en todos estos años. Y no deja de estar presente en cada sector. Lo que ha sucedido en los últimos cinco años –y sucede ahora– en el Congreso es una muestra de ello. Ya no se trata solo de “obstruccionismo”, leyes “sorpresa” y populistas, o de promulgaciones por insistencia. Ahora el cuestionamiento político viene por la elección a la carrera -y en la hora nona- de los magistrados del Tribunal Constitucional.
El problema es que se puede estar de acuerdo o no con la metodología y la oportunidad para esa elección, pero es, qué duda cabe, una atribución exclusiva y excluyente del Parlamento, nos guste o no. Paralizar esa decisión por un mandato judicial puede cumplir su cometido, pero genera un precedente muy cuestionable. A partir de esto, cualquier decisión –congresal, presidencial, ministerial, etc.– puede ser detenida por un mandato judicial de cualquier instancia, y de cualquier nivel. A cualquier autoridad se le puede impedir cumplir con su función a través de un amparo por un cuestionamiento político.
Y mientras todo esto ocurre, el actual presidente –que quizás no tenga cosas más importantes que atender– se pone “pico a pico” con una candidata presidencial para discutir si el partido terminó, si hay que llamar al VAR, o si ya estamos en penales.